Cuentos de Navidad para Niños

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Sin lugar a dudas, la época navideña  es una de las festividades más esperadas en el año, pues engloba además de tradiciones, historias y magia.

Y es justamente a través de los cuentos, donde se ven reflejados los valores de estas fechas tan especiales, donde las familias se unen para festejar el nacimiento de Jesús.

Los cuentos navideños puede ir cargado de ilusión, magia, nieve e incluso algún que otro reno. Y han sido la inspiración de muchos autores que le imprimen a sus historias todos los elementos propios de la temporada.

Asimismo, los cuentos de navidad ayudan para que los niños aprendan a amar estas fechas mágicas. Las historias suelen incluir importantes lecciones, contadas por los personajes del nacimiento, por Santa Claus, por hadas o ángeles que vienen a la tierra a prestar su ayuda cuando más se necesita. 

Es gracias a ellos que los pequeños asimilarán valores como la generosidad, la empatía, el agradecimiento, el amor y la amistad.

A continuación te compartimos algunos cuentos para que los compartas con tu familia.

El año que mamá Noel repartió los regalos de navidad

Podría decir de este cuento que así fue, porque así me lo contaron, pero… a los hechos me remito. Como sabéis en Laponia, donde vive Papá Noel, hace un frío terrible, te castañetean los dientes, algunos días se te pegan las pestañas;  de los techos de las casas cuelgan unas incisivas y larguísimas estalactitas. 

En fin… Cabe imaginar que en lugar tan maravilloso como inhóspito, las ardillas usan guantes; los lobos, lustrosas botas de cuero; y los renos, unos graciosos gorros rojos con orlas blancas, que acaban en su punta con un gracioso pompón. 

¡Pero qué os voy a contar que no sepáis! O… ¿no sois vosotros de los primeros en salir hacia los mercadillos navideños de las plazas de vuestros pueblos y ciudades, y allí miráis encantados las figuras del Belén, las zambombas, las bolsas de confeti, la nieve artificial… hasta que…, lo inevitable, volvéis al hogar con uno de esos maravillosos gorros rojos y blancos sobre vuestras cabezas?

    Pues… lo que iba a contaros: a punto estaba de llegar a Laponia como a todo el mundo el día de Navidad y Papá Noel amaneció con tos y fiebre.

    — Es gripe — decía con los ojos llorosos. Y muy preocupado añadía…— ¡Qué va a ser de mis niñitas y niñitos! ¿Quién repartirá las ilusiones y esperanzas, tantos regalos como ellos esperan?

    — Yo — gritó una vocecita pequeña y delgada como un airecillo primaveral que llegaba de la cocina. Papá Noel, pensó en un ratoncito. Lo había visto hacía tiempo protegiéndose del frío del invierno junto a la cocina de leña.

    — Yo — repitió la vocecita… que acercándose a Papá Noel, le trajo un gran vaso de leche con miel y un pastelillo — Yo lo haré.

Papá Noel escuchó sin decir nada. Y Mamá Noel, repitió:

    — Yo lo haré…  

    Bueno, la verdad es que a Papá Noel ese cambio no le agradó mucho; él, se llevaba los honores; él recibía las cartas de millones de niñas y niños; de él se hablaba en todos los telediarios y periódicos del mundo…

    — Está bien — refunfuñó —, está bien. Los tiempos han cambiado. Lo reconozco. He de reconocerlo. Me parece… justo.

    Entonces Mamá Noel, consolándole, dijo:

    — No te preocupes, Papá. No lo notarán. Llevaré tu traje, me pondré un almohadón para imitar tu barriga, y… ¡Hasta una barba postiza!

    Fuera, el trineo estaba preparado. Sonaban los cascabelillos de los arneses y los renos se movían ansiosos y expectantes. Nevaba y de los pinos caían espontáneos puñados de nieve.

    — No, no es justo — reflexionó Papá Noel —. No puedo permitirlo. Tú eres tú.

    Entonces Mamá Noel, dijo:

    — Bien, bien… Veo que los dos estábamos preparados para este cambio…

    — ¡Atchiss! — contestó Papá Noel.

    Mamá Noel comenzó a vestir su propio traje. No se ajustó barba, ni tripa, ni cargó un saco gigante lleno de juguetes sobre su espalda como para demostrar cuán fuerte era para su edad. Se miró al espejo… No estaba mal. Era mayor, pero su rostro reflejaba serenidad. Entonces, mirando a Papá Noel, se despidió:

    — Es hora de marchar.

    — Sí — dijo él.

    — Volveré pronto — susurró ella — dándole un cariñoso beso en la mejilla.

    — Te estaré esperando.  

    Así fue como Mamá Noel, repartió los regalos de Navidad, pero… ¡Siempre hay un pero! Sólo algunas personas, las que esperaban el maravilloso acontecimiento de ver aparecer algún día a Mamá Noel, la vieron, y fueron muy dichosos. Llamaron a las agencias de noticias y, al día siguiente, la noticia que podía oírse y leerse en los noticiarios y en los periódicos, era: «Mamá Noel repartió los juguetes de este año». «Mamá Noel hizo las delicias de los niños». «El nuevo siglo nos ha traído a Mamá Noel».

Pero Mamá Noel no pensaba sólo en esto, aunque la hacía muy feliz, sino en cómo estaría Papá Noel recuperándose de su gripe.

    Cuando llegó a su casa de Laponia, y no os cuento ¡cuán cansados estaban los renos y Mamá Noel!, se encontró a Papá Noel cantando y amasando pastelillos en la cocina.

    — Hola cielo — dijo ella.

    — Hola, mi amor — contestó él.

    Era la primera vez que Papá Noel cocinaba. Además, había lavado la ropa y ordenado la casa.

    Juntos leyeron las noticias de los periódicos, y de todas ellas, la que más les gustó, fue una que decía: «El año que viene, las niñas y niños del mundo, podrán escribir — indistintamente — a Mamá y a Papá Noel».

    ¡Lo habían conseguido entre todos! Los cambios en las personas y en las vidas, son así… Primero un deseo, un sueño, una posibilidad; luego, una realidad, y cuando esto sucede… ¡Qué maravilloso el aire de fraternidad que respiran las personas, y qué maravillosa la luz que parece irradiar el mundo!

Autora: Pilar Alberdi. Escritora y psicóloga

El zapatero y los duendes

Érase una vez un zapatero al que no le iban muy bien las cosas y ya no sabía qué hacer para salir de la pobreza.

Una noche la situación se volvió desesperada y le dijo a su mujer:

– Querida, ya no me queda más que un poco de cuero para fabricar un par de zapatos. Mañana me pondré a trabajar e intentaré venderlo a ver si con lo que nos den podemos comprar algo de comida.

– Está bien, cariño, tranquilo… ¡Ya sabes que yo confío en ti!

Colocó el trocito de cuero sobre la mesa de trabajo y fue a acostarse.

Se levantó muy pronto, antes del amanecer, para ponerse manos a la obra, pero cuando entró en el taller se llevó una sorpresa increíble. Alguien, durante la noche, había fabricado el par de zapatos.

Asombrado, los cogió y los observó detenidamente. Estaban muy bien rematados, la suela era increíblemente flexible y el cuero tenía un lustre que daba gusto verlo ¡Sin duda eran unos zapatos perfectos, dignos de un ministro o algún otro caballero importante!

– ¿Quién habrá hecho esta maravilla?… ¡Son los mejores zapatos que he visto en mi vida! Voy a ponerlos en el escaparate del taller a ver si alguien los compra.

Afortunadamente, en cuanto los puso a la vista de todos, un señor muy distinguido pasó por delante del cristal y se encaprichó de ellos inmediatamente. Tanto le gustaron que no sólo pagó al zapatero el precio que pedía, sino que le dio unas cuantas monedas más como propina.

¡El zapatero no cabía en sí de gozo! Con ese dinero pudo comprar alimentos y cuero para fabricar no uno, sino dos pares de zapatos.

Esa noche, hizo exactamente lo mismo que la noche anterior. Entró al taller y dejó el cuero preparado junto a las tijeras, las agujas y los hilos, para nada más levantarse, ponerse a trabajar.

Se despertó por la mañana con ganas de coser, pero su sorpresa fue mayúscula cuando de nuevo, sobre la mesa, encontró dos pares de zapatos que alguien había fabricado mientras  él dormía. No sabía si era cuestión de magia o qué, pero el caso es que se sintió tremendamente afortunado.

Sin perder ni un minuto, los puso a la venta. Estaban tan bien rematados y lucían tan bonitos en el escaparate, que se los quitaron de las manos en menos de diez minutos.

Con lo que ganó compró piel para fabricar cuatro pares y como cada noche, la dejó sobre la mesa del taller. Una vez más, por la mañana, los cuatro pares aparecieron bien colocaditos y perfectamente hechos.

Y así día tras día, noche tras noche, hasta el punto que el zapatero comenzó a salir de la miseria y a ganar mucho dinero. En su casa ya no se pasaban necesidades y tanto él como su esposa comenzaron sentir que la suerte estaba de su parte ¡Por fin la vida les había dado una oportunidad!

Pasaron las semanas y llegó la Navidad. El matrimonio disfrutaba de la deliciosa y abundante  cena de Nochebuena cuando la mujer le dijo al zapatero:

– Querido ¡mira todo lo que tenemos ahora! Hemos pasado de ser muy pobres a vivir cómodamente sin que nos falte de nada, pero todavía no sabemos quién nos ayuda cada noche ¿Qué te parece si hoy nos quedamos espiando para descubrirlo?

– ¡Tienes razón! Yo también estoy muy intrigado y sobre todo, agradecido. Esta noche nos esconderemos  dentro del armario que tengo en el taller a ver qué sucede.

Así lo hicieron. Esperaron durante un largo rato, agazapados en la oscuridad del ropero, dejando la puerta  un poco entreabierta. Cuando dieron las doce en el reloj, vieron llegar a dos pequeños duendes completamente desnudos que, dando ágiles saltitos, se subieron a la mesa donde estaba todo el material.

En un periquete se repartieron la tarea y comenzaron a coser sin parar. Cuando terminaron los zapatos, untaron un trapo con grasa y los frotaron con brío hasta que quedaron bien relucientes.

A través de la rendija el matrimonio observaba la escena con la boca abierta ¡Cómo iban a imaginarse que sus benefactores eran dos simpáticos duendecillos!

Esperaron a que se fueran y la mujer del zapatero exclamó:

– ¡Qué seres tan bondadosos! Gracias a su esfuerzo y dedicación hemos levantado el negocio y vivimos dignamente. Creo que tenemos que recompensarles de alguna manera y más siendo Navidad.

– Estoy de acuerdo, pero… ¿cómo podemos hacerlo?

– Está nevando y van desnudos ¡Seguro que los pobrecillos pasan mucho frío! Yo podría hacerles algo de ropa para que se abriguen bien ¡Recuerda que soy una magnífica costurera!

– ¡Qué buena idea! Seguro que les encantará.

La buena señora se pasó la mañana siguiente cortando pequeños pedazos de tela de colores, hilvanando y cosiendo, hasta que terminó la última prenda. El resultado fue fantástico: dos pantalones, dos camisas y dos chalequitos monísimos para que los duendes mágicos pasarán el invierno calentitos.

Al llegar la noche dejó sobre la mesa del taller, bien planchadita, toda la ropa nueva, y después  corrió a esconderse en el ropero junto a su marido ¡Esta vez querían ver sus caritas al descubrir el regalo!

Los duendes llegaron puntuales, como siempre a las doce de la noche. Dieron unos brincos por el taller, se subieron a la mesa del zapatero,  y ¡qué felices se pusieron cuando vieron esa ropa tan bonita y colorida!

Alborozados y sin dejar de reír, se vistieron en un santiamén y se miraron en un espejo que estaba colgado en la pared  ¡Se encontraron tan guapos que comenzaron a bailar y a abrazarse locos de contento!

Después, viendo que esa noche no había cuero sobre la mesa y que por tanto ya no había zapatos que fabricar, salieron por la ventana para no regresar jamás.

El zapatero y su mujer fueron muy felices el resto de su vida pero jamás olvidaron que todo se lo debían a dos duendecillos fisgones que un día decidieron colarse en su taller para fabricar un par de hermosos  zapatos.

Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm, por Cristina Rodríguez Lomba

Cuento de Navidad para incrédulos

Hay muchos años atrapados en esta celosía. Lleva por dentro los detalles, las horas, los instantes precisos de todas las historias de todos los abuelos de la ribera oriental. Hoy, como de costumbre, se abre al mundo y los abalorios de la abuela flotan inadvertidos por las callejas y las gárgolas de aquel santuario en ruinas. Vacilan mucho las manos y la boca, pero siempre que se quiere un grito interno, abre la jaula y nos transforma en cuadros plásticos maquillados a la usanza de aquellas viejas consejas.

Te anaranjeaba la tarde el borde interior de los pómulos y sobre tus dientes se dibujaban las imágenes marinas repletas de estela y serena entrega. Todos recordamos la más dulce triquiñuela de nuestras mocedades; cada merced lleva la suya atada a las lágrimas en la noche de año nuevo. Cada tarantín de la calle retrotrae la mano tierna que roza a hurtadillas la piel de alguna muchacha, en medio de la multitud de nombres que dejan huella tras el pasar del tiempo. Yo siempre me ralentizaba cuando iba a tu encuentro, era el señor de los caramelos y vos montada en tu risa me dabas el asisito matinal de las frutas del mercado.

Aquí estás de nuevo -solía decirme- eres: diciembre. La página en blanco, un trago que fluye por ríos de gentes y secretos hermosos que se pasean por la plaza. Que maravillan el rostro bañado de aceites delineados en la majestuosidad de una mueca pícara por entre miles de ojos que destejen al tiempo. Pintores que añaden sonidos, a estos cuadros vivos de Rafael, en la pulcritud de su atardecer entre nosotros. Las gaitas, sus voces mágicas, Renato fabricando con sus dedos, todo el amor del poeta para acariciar la ciudad. El chino Jung que nos regala el silencio con la paz de su mirada. La tercera siesta, que es Bellorín en su asalto al salto y los bardos que recorren los sueños guiados por Blas, quien dispara al cielo versos que regresan en cometas furtivos sobre las paredes que se encienden como cuando amanece en tus ojos. Cada vez que llegas, me retrata profundo el ojo del tigre y tu beduina mirada como luna del desierto.

Si vos ahora queréis comprender por qué los incrédulos abundan en diciembre, podrás darte perfecta cuenta, que todo se debe precisamente a que los mercaderes no saben hacer otra cosa que vender para comprar tu alegría. Pero no creáis que en vano un pesebre es la luz del mundo; porque imagina por un momento que todo se hubiese desarrollado en un hotel cinco estrellas: como le pediría al que solo tiene esperanza que creyera en los milagros, si la última estrella que tenía para vender te la había guardado y, de tanto esperar por ti se murió. Por eso el angelito que me diste, todos los días me pregunta: A dónde se fue la dueña de mi imagen si vos te quedaste solamente con la soledad de mi espacio…A mí también me dolió, pero no te preocupes: Diciembre me dijo que este año me exoneraba del llanto, por lo tanto me das un abrazo y te devuelvo para siempre la alegría, que solamente una vez ensoñamos. Feliz navidad! Saboreo aún tus fresas y a estos incrédulos que nos miran.

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